
Muchos autores establecen el origen de la Guerra Fría en un largo telegrama enviado en 1946 por el subjefe de la Misión Diplomática de Estados Unidos en Moscú, el politólogo y diplomático George Kennan, en el cual advertía de la inseguridad permanente que sentían los dirigentes soviéticos, de su enfermizo secretismo y de su oculta voluntad de crear una “fuerza política comprometida fanáticamente con la creencia de que, mientras la potencia de Estados Unidos existiera, no habría convivencia posible”. Esa advertencia, temible a su vez para los americanos (el miedo es la causa más común de una guerra, afirmaba Tucídides), desembocó en la puesta en marcha de la doctrina americana de la Contención, el inicio e internacionalización de la Guerra Fría y la transformación de las relaciones internacionales en un sistema bipolar liderado por Estados Unidos y la Unión Soviética, que permitía interpretar la política, reprimir al disidente, justificar los arsenales y fortalecer el poder de las superpotencias.
La Guerra Fría no era una guerra, sino una estrategia de competencia, equilibrio y mundialización cuyo paradigma fue la existencia de dos polos de influencia y tres principios de comportamiento, según Graham Allison: “No usar armas nucleares; no enfrentar directamente a los soldados de las superpotencias y respetar mutuamente las esferas de influencia”. Es decir, a los aliados más comprometidos o más necesarios. Así visto, en el mundo del siglo XXI no hay ninguna segunda guerra fría sobre la mesa global. Pero la prensa y determinados intereses juzgan algunos hechos como si se trataran de una reedición del fenómeno. Como si Rusia, al invadir Crimea y considerar Ucrania como una zona de influencia, reiniciara la guerra fría. O como si la tensión comercial entre Estados Unidos y China fuera un episodio de la nueva guerra fría entre dos nuevas superpotencias. Analicemos la cuestión, para cuestionar su veracidad.
En nuestro tiempo no se está reproduciendo la guerra fría porque, en primer lugar, no hay dos superpotencias enfrentadas. Son, al menos, tres grandes potencias, si consideramos la potencia económica china y la potencia militar rusa como dos rivales estratégicos para la única superpotencia realmente existente, que es Estados Unidos. China por el inmenso crecimiento que ha experimentado en los últimos años, –en 2008 la economía china era menor que la de Japón y hoy es más del doble–, por su creciente influencia global y por su voluntad de convertirse en una superpotencia que la habilitaría para integrar territorios bajo su soberanía y establecer bases y esferas de influencia. Los textos y las acciones de su política exterior en los últimos años y los discursos de sus líderes así lo reconocen. Y Rusia, por su reconocible intención de debilitar la credibilidad internacional de los sistemas democráticos occidentales y por su estrategia de intervención en Siria, de coerción en Ucrania y de disuasión en maniobras como la de Vostok 18, donde desplegó 36.000 tanques y 1.000 aeronaves en colaboración con la propia China.
A pesar de esa colaboración puntual y de otros ámbitos de cooperación más amplia entre ambos países en organizaciones regionales, la tantas veces anunciada alianza ruso-china no ha llegado a convertirse en un polo de poder estable y global, ni mucho menos se ha planteado como un polo de atracción político o de resistencia estratégica frente a un rival o enemigo común. Más bien puede entenderse como una relación bilateral, reforzada en torno a determinados intereses, pero en la cual ambas potencias divergen en múltiples temas como los comerciales y en la cuestión clave sobre el liderazgo bicéfalo, que Putin y Xi Jinping no están dispuestos a ceder a su homólogo.
En segundo lugar, porque el enfrentamiento bipolar tenía tres ámbitos, el bilateral, el regional y el mundial, mientras que la rivalidad entre grandes potencias en la actualidad se limita a temas específicos y a regiones o conflictos puntuales. El repunte de las prácticas proteccionistas, por ejemplo, afecta en nuestros días a cuestiones y productos concretos y no ha derivado en la creación de bloques económico–comerciales donde se establecen pautas y restricciones por motivos ideológicos. Y, además, no se dirigen exclusivamente contra un rival concreto –China podría ser un exponente de esta estrategia–, sino que incluyen también a productos de terceros estados no aliados o proceden de otros ámbitos y potencias económicas como la Unión Europea. Algo semejante podría argumentarse con respecto a las sanciones económicas o embargos, que se dirigen contra estados considerados como hostiles con la dinámica globalizadora o con la seguridad, o que representan una medida de presión frente a acciones políticas de países determinados. En estos casos no son medidas que partan de una decisión unilateral, sino que son promovidas desde algún entorno decisional multilateral (Unión Europea, Naciones Unidas, acuerdos).
Por otro lado, en regiones donde la bipolaridad en la actualidad puede tener más sentido interpretativo como el Sudeste Asiático, la tensión entre China y su área de influencia y Estados Unidos y sus aliados no se ha plasmado en un enfrentamiento armado como el que ocurriera en Corea y Vietnam, ni ha bloqueado las relaciones políticas y económicas independientes de la mayor parte de los actores en juego. Sin embargo en Europa, centro de la disuasión militar (OTAN–Pacto de Varsovia) y frontera entre las dos superpotencias en el siglo pasado, no hay una situación de tales características hoy, mientras en Oriente Medio, zona de equilibrio de poder e influencia en la guerra fría, se prolonga durante más de una década una guerra abierta, multifactorial y con diferentes actores e intereses enfrentados, que desbordan los patrones de entonces.
En tercer lugar, porque la tripolaridad tampoco es una realidad. La Unión Europea es una potencia económica, política y social cuya presencia global no solo compite, sino que desborda en muchos aspectos a las otras tres. Su modelo de integración y solidaridad sigue siendo referente en zonas como América Latina o África y es un efecto llamada para los inmigrantes de múltiples regiones. Y otros estados y potencias emergentes como Brasil, Turquía e India representan en nuestros días un tercer mundo que poco o nada tiene que ver con la idea poscolonial de aquellos lejanos países llamados no alineados. Por tanto la mutación del mundo unipolar de principio de milenio ha transitado hacia un sistema multipolar y heterogéneo donde la globalización sigue ejerciendo como paradigma dinamizador de los flujos.
Entre los flujos, el de la comunicación es en nuestros días el factor de mayor influencia en la sociedad global. Estados Unidos ejerce un liderazgo determinante sobre este factor. Los medios, las tecnologías y los mensajes de la superpotencia presionan sobre el orden de valores del resto de actores. China, con su idea de la soberanía de la información, se cierra al influjo de la diversidad y la libre expresión que los grandes programadores impulsan. Rusia lo combate con la contra propaganda de la posverdad, las fake news y los ciberataques. La ciudadanía global lo contrasta y lo cuestiona. La guerra fría es hoy, si acaso, una guerra digital. La primera víctima de esta nueva guerra, abierta y global, ha sido, como en todas las guerras, la verdad. Y como en todas las guerras, nadie sabe a ciencia cierta por qué empieza y tampoco nadie sabe cuándo acaba.